UN BUEN EJEMPLO
En
un lejano pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la
gobernaba don Lucas Forcida, personaje querido por todos los vecinos. Jamás
faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Que
vocación de Martínez necesitan los maestros de escuela de los pueblos!
En
esa escuela, siguiendo las tradicionales costumbres y uso general en aquellos
tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de Orfeón, y en
diferentes tonos, pero siempre con desesperantes monotonía, en coro se
estudiaba y en coro se cantaban lo mismo las letras y las silabas que la
doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
Don
Lucas soportaba con heroica resignación aquella opera diaria, y había veces que
los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era digno de ver las
facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas.
Daban
las cinco de la tarde: los chicos salían corriendo de la escuela, tirando
pedradas, coleando perros y dando gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas
jurisdiccionales de don Lucas, que los miraba alejarse, como diría un
novelista, trémulo de satisfacción.
Entonces
don Lucas se pertenecía a sí mismo: sacaba a la calle una gran butaca de mimbre
un criadito le traía una taza de chocolates acompañada de una gran calva frente
el vientecillo perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los
vecinos de las fatigas del día, comenzaban a comer su modesta merienda,
repartiéndola cariñosamente con un loro.
Porque
don Lucas tenía un loro que era, como se dice hoy, su debilidad, y que estaba
en mí siempre en una percha a la puerta de la escuela, a respetable altura para
escapar de los muchachos, y al abrigo del sol por un pequeño cobertizo de hojas
de palma. Aquel loro y don Lucas se entendían perfectamente. Raras veces
mezclaban sus palabras más o menos bien apreciadas, con los cantos de los
chicos. Pero cuando la escuela quedaba desierta y don Lucas salía a tomar su
chocolate entonces aquellos dos amigos daban expansión libre a todos sus
efectos. El loro recorría la percha de arriba abajo, diciendo cuanto sabia y
cuanto no sabía; restregaba con satisfacción su pico en ella, y se colgaba de las patas, cabeza
abajo, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño le
daba don Lucas.
Y
esto pasaba todas las tardes.
Transcurrieron
así varios años, y donde Lucas llego a tener tal confianza en su querido
perico, como le llamaban los muchachos, que ni le cortaba las alas ni cuidaba
de ponerle su calza.
Una
mañana, serán como las diez, uno de los chicos, que casualmente estaba fuera de
la escuela, grito espantando: “señor maestro, que se vuelva perico”. Oír esto y
lanzarse en precipito tumulto a la puerta maestro y discípulos, fue todo en
uno; y, en efecto, a lo lejos, como un grano de esmalte verde herido por los
rayos del sol, se veía al ingrato esforzando su vuelo para ganar cuanto antes
refugio en el cercano bosque.
Como
toda persecución era imposible, porque ni aun teniendo la afiliación del
prófugo podría haberse distinguido entre la multitud de loros que pueblan
aquellos bosques, don Lucas, lanzando de lo hondo de su pecho un “sea por Dios”
volvió a ocupar su asiento, y las tareas escolares continuaron como si no
acabaran de pasar aquel terrible acontecimiento.
Transcurrieron
varios meses, y don Lucas, que había echado al olvido la ingratitud de perico,
tuvo necesidad de emprender un viaje a uno de los pueblos circunvecinos,
aprovechando unas vacaciones.
Muy
de madrugada ensillo su caballo, tomo un ligero desayuno y salió del pueblo,
despidiéndose muy cortamente de los pocos vecinos que por las calles
encontraban.
Eran
las dos de la tarde; el sol derramaba torrentes de palmas que se dibujaba sobre
el cielo azul con la inmovilidad de un árbol de hierro. Los pájaros enmudecían
ocultos entre el follaje, y solo las cigarras cantaban tenazmente en medio de
aquel terrible silencio a la mitad del día.
El
caballo de don Lucas avanzaba haciendo soñar el acompasado golpeo de sus
pisadas con la monotonía del segundero de un reloj.
Repentinamente
don Lucas creyó oír a lo lejos el canto de los niños de la escuela cuando
estudiaban las letras y las silabas.
Al
principio aquello le pareció una alucinación producida por el calor, como esas
músicas y esas campanadas que en el primer instante creen oír los que sufren un
mareo; más clara y más perceptibles después,
aquello era una escuela en medio del bosque desierto.
Se
detuvo asombrado y temeroso, cuñado de los arboles cercanos se desprendió,
tomando vuelo, una bandada de loros que iban cantando acompasadamente ba, be,
bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu y tras ellos, volando majestuosamente un loro
que, al pasar cerca del espantado maestro, volvió su cabeza di-ciendole
alegremente:
“don
Lucas, ya tengo escuela”.
Desde
esa época los loros de aquella comarca adelantándose a su siglo, han visto
disiparse las sombras de la ignorancia.
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